Revista de cultura, contracultura y lo que muerde
Portrait of an Artist (Pool with Two Figures)

La España de las piscinas, la Sevilla de los patios

Escribo desde las entrañas del barrio de la Macarena. Aquí ya no hay patios, pero somos barrio, hemos creado lazos, somos la comunidad resistente. Por ahora.

Me encanta mi barrio porque lo siento un barrio de izquierda y ¿es que acaso un barrio no es siempre de izquierda? Pero ese es otro tema. Me encanta mi barrio porque aún no lo siento invadido, porque tenemos nuestros negocios locales, nuestras ferreterías, un huerto urbano, talleres, colegios, grafitis, bares de cerveza a un euro y plazas habitables. Me encanta porque siento que aún no se ha vendido al mercado, aún parece que es público, que es para vivir, aún parece un barrio.

En el mejor ensayo que he leído últimamente, La España de las piscinas, el periodista Jorge Dioni López defiende la idea central de que el urbanismo crea ideología. Es de locos lo bueno que es este libro y en él se describe cómo el modelo de ciudad está cambiando en una imitación del modelo estadounidense.

El libro explica de forma muy diáfana cómo, reforzado por las nociones neoliberales de nuestro tiempo, la población urbana aspira y realmente abandona las ciudades hacia urbanizaciones con césped y piscina en una búsqueda idealizada de la calidad de vida. Es un alejamiento de los centros urbanos considerados caóticos y peligrosos, calificados como no aptos para la crianza. La consecuencia lógica es que los que pudieron permitírselo —un perfil muy concreto de modelo de a dos, de pareja heterosexual con hijos, de familia nuclear— fueron los que, en un principio, escaparon a las circunferencias de viviendas que rodean las grandes ciudades, a las ciudades dormitorio que prometían una vida mejor, más tranquila, más armoniosa.

Dioni sigue explicando que la ideología que durante generaciones hemos comprado, en ambos sentidos, es la propiedad y que esta propiedad, de hecho, la de las urbanizaciones, está muy ligada a un tipo de vida y, por tanto, a un tipo de pensamiento. Existen varios factores que son comunes a todas estas viviendas y que van conformando una corriente homogénea. Si tienes una vivienda en propiedad, quieres protegerla. Surge el miedo —un miedo promovido conscientemente— a que te la quiten y a defenderla del exterior, de los otros que no son como tú. Y porque las urbanizaciones, las viviendas segregadas a las afueras de las grandes ciudades, están de hecho a las afueras, carecen de servicios, lo que fomenta las soluciones individualistas: sin colegios públicos, se recurre a concertados o privados; sin centros de salud, se contratan seguros privados; sin comercios cercanos, en las aceras, se dispone del centro comercial donde están todas las tiendas o se desplazan a la ciudad. Todo ello crea una realidad muy clara, una necesidad de transporte que interconecte esas soluciones individuales: el coche se convierte en un requisito primordial frente al aislamiento.

Son islotes de convivencia segregada donde se vive individualmente, se viaja a la ciudad para el trabajo y se utiliza el coche para el resto de tareas. La calle queda desierta. Es un modelo donde se pierde la comunidad y la diversidad de la ciudad en favor de la competitividad, el yo y la homogeneidad de las urbanizaciones, pues el nivel de capital y soluciones individuales garantizará que los que vivan alrededor sean del mismo nivel socioeconómico. Así, se creará una «comunidad segura», donde todos protejan lo suyo y voten al respecto. Ideología.

«…las ciudades se habían convertido en empresas que compiten para atraer inversiones y residentes, vendiendo a cambio de localizaciones».

Este modelo de ciudad, el de la ciudad segregada, se ha extendido por toda España, y Sevilla, por supuesto, no ha querido quedarse atrás. Lo trágico, si lo miramos a nivel local, lo que realmente da pavor es que ese urbanismo neoliberal va en contra mismo de nuestra cultura y folclore.

Me encanta el documental Triana pura y pura porque relata la vida en Triana antes de que fuera un barrio gentrificado. En él, se cuenta cómo eran los corrales de vecinos, donde se vivía alrededor de un patio donde se realizaban celebraciones conjuntas, donde también estaban la cocina y los baños, que eran comunes, y donde se llevaba una forma de vida vecinal y colectiva de ayuda, comunidad y baile.

Aunque nuestra experiencia de vivienda haya sido diferente a esa de los siglos XVIII y XIX, nuestra identidad se ha formado ahí, en los patios, en las plazas, en la cervecita bajo el sol; en definitiva, en la calle. El andaluz lo siento como un arrejuntamiento, con sus comercios de proximidad, sus vecinos, tenerlo todo a mano, ir andando de un sitio a otro, recorrer los paseos, los callejones, los pasajes, los bulevares, el concepto de barrio, de comunidad. Si el andaluz fuera territorio sería el barrio. Para salir a comprar el pan. Y un aceitito.

El barrio es la calle llena de gente para hacer los mandados con sus carritos de la compra, el butano armando un escándalo, el olor a puchero en invierno y la batidora y el salmorejo en verano.

Los sonidos del barrio son los sonidos de la casa, como si lo íntimo y lo público se fundieran y que a la una o a las dos de la tarde la gente salga a comprar el pan, pero «comprar el pan» es más que comprar el pan. Es una acción diaria, un rebañar la comida casera, un bajo un momentito y me vengo a la vuelta comiendo el pico. Es una casuística familiar, de acompañar a mi abuela a por el pan, de acompañar también a mi madre, de darnos un paseíto ya que vamos, de encontrarte a la vecina, de coger un poquito el sol. Es una forma de vida, con sus geranios, con sus gritos, con sus fruterías.

Nuestra experiencia de ciudad es en la calle, donde se canta y se baila. Nuestra experiencia de folclore siempre es al exterior, en lo público: en los patios de vecinos, las zambombas, las fiestas, las verbenas, la feria, la Semana Santa también. Pero es más. Son las mujeres comiendo pipas a la fresquita, son los adolescentes echando el rato en la plazoleta. El urbanismo del andaluz es la calle.

La España de las piscinas continúa: «El establecimiento de unos usos y costumbres que promuevan el respeto es probable que necesite de ciertas intervenciones coercitivas, comunes para todos. Si no hay esa posibilidad, la solución para no oír la música del vecino es huir a un sitio que él no pueda pagar. Nada ha promovido el individualismo competitivo tanto como el espíritu de la frontera, la necesidad de buscar soluciones particulares provocada por el abandono institucional. La dispersión se atenuará haciendo comunidad».

Yo nací en los 90 y toda mi vida he escuchado «salir del barrio» como expresión que ligaba al barrio como sinónimo de pobreza, de clase trabajadora, de trapicheo y drogas quizá. Un The Wire, pero aquí con madres que limpian casas y con familias de cinco que viven en pisos de dos habitaciones. Salir del barrio: ascender de clase social, mejorar la calidad de vida, huir por fin de la precariedad, de la escasez, de la miseria.

Me parece curioso que, hoy en día, como parte del movimiento de desplazamiento de la ciudad, la izquierda quiera «entrar al barrio». Ahora el ideal no es salir, ahora todos queremos entrar. Después de que la gentrificación nos desplazara del centro o de nuestros barrios de orígenes, la ciudad queda hueca, aunque no vacía; rebosa de tiendas que no son para nosotros, de neones taladrados en paredes encaladas y de idiomas que no son el nuestro. Es un escaparate de venta, un mercado del que no somos el público, unos precios de vivienda que nos desalojan. Y la izquierda se refugia en el barrio.

Volvemos a los orígenes para apreciarlo, para darle valor a lo que antes considerábamos de mal gusto, que no era otra cosa que vergüenza de clase: el ruido de la calle, el griterío de la gente, tu dialecto en las calles y un miarma por la ventana.

Se ha resignificado porque muchos salimos del barrio para de nuevo entrar, y lo resignificamos porque nos hemos resignificado nosotros. En mi barrio, veo a los padres de cuarenta y tantos reunidos a la salida del cole. Los peques juegan y ellos hablan de pie con sus pelos largos, sus botas de montaña, sus bicicletas con asientos de bebé. También van las madres, pero desde mi crianza de los 90 el cambio del modelo social en que los padres van a recoger a las criaturas al cole me sorprende. Son familias y jóvenes y una red social variada que busca una alternativa de vivienda, un modelo de urbanismo más amable donde se trabaja y se vive, se hacen talleres y actividades culturales, se recorre y se anda el espacio público.

Hablo desde las entrañas de la Macarena y no debemos olvidar su origen obrero. La idealización de la vida de barrio no incluye una realidad de pobreza, que ahora se ha trasladado hacia el interior de la Macarena, o hacia el exterior de la ciudad, hacia las periferias. Aquí, aún en el límite, ya han abierto una lavandería autoservicio de ocho lavadoras, un TEDi por allí, unas máquinas expendedoras de comida basura por allá. Está llegando, poco a poco, como una amenaza lenta y silenciosa que te dice que pronto tendrás que irte. Es una conquista de TERRENO/ESPACIO que no es para nosotros, que nos dice que esto pronto no será barrio, que esto es terreno de mercado.

Fotograma del documental La Alameda

En el documental La Alameda de Juan Sebastián Bollaín, se describe cómo la Alameda antes era un lugar de reunión donde se desarrolló el flamenco a principios del siglo XX. Más tarde, después de la Guerra Civil, el Ayuntamiento creó un proyecto de reurbanización y especulación de la Alameda con el pensamiento de suprimir la zona histórica y popular y de tirar las casas bajas para construir edificios de cinco plantas. Sobre las imágenes en blanco y negro, uno de los entrevistados culmina:

«El plan de reforma interna del sector de la Alameda lo que tiene como objetivo es seguir expulsando a familias pertenecientes a la clase obrera, fundamentalmente, a las capas trabajadoras en general, de zonas muy cercanas al centro de la ciudad, de zonas que, desde una óptica de las inmobiliarias, serían zonas nobles si no fuera por la gente que vive en esas zonas».

Parece que llevamos un siglo entero combatiendo lo mismo.

Sevilla ya no es la Sevilla de los patios, se ha convertido en una urbe segregada más de ese círculo exterior de ciudades dormitorio y de centro histórico barra parque temático.

Y mientras nosotros resistimos. Ojalá el Ayuntamiento gestionara el suelo como si fuera público en vez de especular con él para un mayor beneficio privado y para la atracción del turismo. Ojalá nosotros sigamos luchando para que construyan parques y zonas verdes en lugar de pisos turísticos, ojalá podamos seguir disfrutando la calle, que uno saque la guitarra y otro le dé a las palmitas. Que creemos comunidad, que ocupemos el afuera, que sea un espacio para vivir nosotros. Porque el urbanismo crea ideología y ojalá que la ideología cree urbanismo.

Otro entrevistado en La Alameda: «El que tiene tres millones para comprar un piso, lo compra, se mete dentro, echa la persiana y ve la televisión, y le importa tres pepinos… El que vive en el polígono, no se siente del polígono, está viviendo allí. Pero la gente de la Sevilla pasada, de mi niñez, se sentía. Entonces tú le decías: “¿Tú dónde vives?”. Decía: “Yo soy de la Puerta de la Carne”. “¿Tú dónde vives?” “Yo soy de la Puerta Jerez. Yo soy de la Puerta Carmona”. A la pregunta de: “¿Dónde vives?”, respondía invariablemente soy de esa zona».

Si a ustedes les apetece ver las cositas que encuentro en esta búsqueda, por favor, acompáñenme.


Iris César del Amo
Traductora y escritora y sevillana de adopción. Colabora con Pikara Magazine, Jot Down y El Mordisco, y es muy friki de los libros y el cine.
@irisenchapas

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